La perra de mi vecina
no me deja dormir. Ladra
como si en celo estuviera,
aullando en la madrugada
y por la noche atrayendo
a mil perros en manada:
algunos vienen del barrio,
otros parecen de Italia;
los hay mugrientos y sucios,
flacos, gordos, con la rabia
y vacunados; castaños,
blancos y negros; faz chata,
bocas y dientes pequeños,
mandíbula encanijada
o protuberancias grandes
y hocicos de musarañas.
No vienen por mucho tiempo,
solo llegan por montarla
y si alguno se quedase
siempre lo despacha al alba.
¡Ay perra de la vecina!
Si algún día te encontrara
ladrando tú enfrente mía
con este palo te daba
duros y tiernos azotes,
y hasta un hueso te lanzaba
para que tú con tu boca
chuparas y devoraras,
y dejaras de gruñir
todas mis noches calladas.
¡Ay perra de mi vecina,
perra cruel, condenada!
Sombra de la perra negra
no hagas cosas tan humanas
que hasta distraes al poeta
que ya se va por las ramas,
soñando con las caderas
de la dueña de esa dálmata:
quiere que en su valle bailen
los ritmos y las palabras
y que ladren si es preciso
hasta la oveja y la cabra
pues él loco se volviera
si en ella se derramara.
Sombra de la perra negra:
ojalá fueras mañana.