Paseo solitario por el barrio

Pasea el solitario por las calles

de la ciudad antigua. Va pensando

en el paso del tiempo, los detalles

de su ración de vida y contrabando.

 

El camino empedrado, cuesta arriba,

alegoría involuntaria y cierta

de lo que lleva andado. Le incentiva

el zurear de una paloma alerta.

 

Al llegar a la plaza se detiene.

Por ser rectangular recuerda a Borges,

por la bifurcación que le deviene.

Y se acuerda de Jorge, los dos Jorges,

 

su amigo muerto y el fallecido autor

que le aconsejan no apartarse ahora

del principal sendero. Oye el rumor

de la gente sentada. Mira la hora.

 

Mientras va andando lo analiza todo:

gestos de conocidos y viandantes,

las hordas de turistas, al beodo

de la esquina que alegra con sus cantes.

 

La idea de la muerte le sorprende

al llegar a la puerta de una iglesia;

nunca ha creído en dioses ni defiende

el ateísmo férreo, disestesia

 

de quienes siempre buscan los extremos.

Lleva bien aprendido lo que importa:

no contar con sacerdotes supremos,

sí con lo que el camino nos aporta.

 

¿Y del amor? ¿qué sabe del amor?

Sabe que lo esencial es la familia,

el hijo que nació como una flor

de invernadero que al final concilia.

 

¿Y el otro amor, aquel que nos trastorna

y nos llena de noches encendidas,

aquel que de repente nos soborna

apretándonos con fuerza las bridas?

 

No quiere el solitario recordar

las veces que ha perdido la batalla

en los briosos campos del amar,

donde la pena siempre es la metralla

 

que se queda en el cuerpo del amante

vencido. Nunca supo retener

al lado boca alguna que le cante

bellas albadas al amanecer.

 

La tarde va cayendo. Se dirige

al mirador enfrente del palacio,

monumental estampa que se erige

sobre el rojizo bosque. Muy despacio

 

se dispone a tomar fotografías

que en un futuro puede le recuerden

la oscuridad que siente en estos días

de comienzos del año. No se pierden

 

los momentos difíciles del todo,

pero siempre se borra alguna cosa.

Se encamina hacia un parque. En un recodo

se encuentra con la sombra misteriosa.

 

Las sombras no le siguen, nunca salen

de la casa. Por eso le estremece

aquellas que en las calles sobresalen

al paso del portal número trece.

 

No son solo las sombras cotidianas

que encuentra normalmente lo que aterra

al paseante. Son presencias truhanas

que están en las entrañas de la tierra.

 

La que hoy le acongoja es colorida

y no sabe de dónde habrá salido;

es una sombra parda parecida

a la otra que ya ha visto y que ha sentido.

 

Es la sombra que vaga en el corral

de vecindad en donde habita: Cuesta

del Deseo 90, un infernal

hogar que vive con la muerte puesta.

 

Amarilla la parca, en bata azul

a veces por su patio da unas vueltas,

sin memoria presente, con un tul

de remembranzas tristes que andan sueltas.

 

Al jinete, el caballo caballero

muda; la indiferencia hace que en vida

se destierre a un olvido duradero

a quienes nos causaron grave herida.

 

Cuando muere el amor nacen las sombras,

cuando nacen las sombras la luz huye.

La noche cae de golpe cuando nombras

la causa de tu mal. Todo concluye.

 

Regresa el paseante solitario

a la casa del frío. Allí divisa

la muralla en ruinas que a diario

le echa en cara que el tiempo va deprisa.

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